PATRIMONIO
DE LA HUMANIDAD
El conjunto arquitectónico de Medina
Azahara acaba de ser reconocido como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
Con éste galardón, la ciudad de Córdoba suma ya su cuarta distinción, siendo
las anteriores, la Mezquita, el centro histórico y los patios.
La ciudad cordobesa se convierte de
este modo en la capital española con más títulos de Patrimonio Mundial.
ESPLENDOR
DE AL-ANDALUS
Hacia
el oeste, a muy pocos kilómetros de Córdoba, al abrigo de las laderas de Sierra
Morena y mirando al sur, desde donde se divisa el valle del Guadalquivir, Abd
al-Rahman III, el siervo del Misericordioso, el que combate victoriosamente por
la religión de Dios, levantó una ciudad cuyo nombre ha quedado en el recuerdo
como signo fugaz del esplendor, el lujo y la belleza.
La
fantasía popular y la imaginación de los poetas atribuyen su fundación al amor
que sentía el Califa por al-Zahra, una de sus favoritas. Retengamos la leyenda
como metáfora siquiera de la dedicación y el fervor con que Abd al-Rahman III
afrontó su colosal empresa. Pero es improbable que un plan tan riguroso y
exhaustivo obedeciera sólo al gesto espontáneo de un enamorado.
Aquel
guerrero feroz e implacable, que había dedicado más de veinte años de su vida a
pacificar al-Andalus y asegurar sus fronteras combatiendo a los reyes
cristianos; el hombre obsesivo, desconfiado y cruel, que no dudó en matar a su
propio hijo Abd Allah, al sospechar que conspiraba contra su autoridad,
concibió una ciudad que, surgiendo de la nada como la legendaria Bagdad,
quedara para siempre en el devenir de los tiempos como expresión del poder y la
gloria de al-Andalus, pero también y sobre todo como testimonio de la ambición
de un hombre al que cupo hacer realidad un sueño.
Para
alcanzar su propósito, al que dedicaría los últimos veinticinco años de su
vida, el Califa no reparó en esfuerzos ni gastos. Dispuso una extraordinaria
fortuna, convocó a los mejores arquitectos, a los capataces y albañiles más
experimentados, a los más hábiles artesanos… y un día de noviembre del año 936
comenzaron las obras, en las que trabajaron miles de hombres bajo su propia
dirección y la atenta supervisión de su heredero, el futuro al-Hakam II, que
las terminaría quince años después de la muerte de su padre.
Durante
cuarenta años se talaron bosques, se acarrearon miles de sillares y columnas, y
se hizo acopio de todo tipo de plantas y animales exóticos, de suntuosas
alfombras, mármoles de las más variadas tonalidades, ébano y cristal, oro y
piedras preciosas, así como toda clase de extraños artilugios, traídos desde
los lugares más remotos y en cantidades tales que sólo su mención acerca la
crónica a la más fantástica e hiperbólica leyenda.
De
planta rectangular, escalonada en tres terrazas superpuestas en dirección
descendente norte-sur, y fortificada con un doble recinto de murallas, la
ciudad -a la que actualmente se accede por el lienzo norte de la muralla- fue
creciendo de acuerdo con el modelo ideal de ciudad islámica, a la que se
confirió singular fisonomía. Dominando y presidiendo el conjunto, el Alcázar
Califal, dividido en dos amplios sectores separados por gruesos muros. En el
sector occidental, se localiza la residencia del Califa, las estancias, los
jardines y los patios privados, así como dependencias administrativas y de
servicio. En el sector oriental, en el ámbito público del Alcázar, reconocemos la Casa Militar, cerca del lienzo
oriental del alcázar, donde se abren los cuatro arcos que se conservan de la
Gran Puerta, que estaba formada por una
espectacular batería de quince arcos y más de sesenta metros de longitud.
En
la segunda terraza y definiendo el eje central del alcázar se levanta el Salón
de Abd al-Rahman III o Salón Rico, probablemente la construcción más
emblemática del conjunto. Este edificio de planta basilical es en sí mismo el
testimonio más elocuente no sólo de una concepción constructiva, sino también y
sobre todo del alto valor simbólico que el Califa le imprimió a su obra. Aquí
era donde recibía a los embajadores y dignatarios de los más diversos reinos de
Oriente y Occidente, abrumándolos con la pompa y el boato del protocolo
califal, y deslumbrándolos con el lujo y la magnificencia de la corte omeya.
Frente
al pórtico del Salón Rico, hacia el sur, se extiende el Jardín Alto, cerrado
por una muralla en tres de sus lados, salvo en el norte; al oeste, el Jardín
Bajo; y al este, la Mezquita Aljama
que, como es natural, respondía al modelo canónico: patio, sala de oración con
cinco naves paralelas entre sí y perpendiculares a la Quibla, y alminar. Hacia el
sur, y separada del conjunto que delimita el Jardín Alto estaría la medina de
la que apenas se sabe nada en la actualidad.
Impaciente
por tomar posesión de su nueva ciudad, Abd al-Rahman III se instaló en el
alcázar pocos años después de que comenzaran las obras. Medina Azahara se
convirtió enseguida en el centro de gravedad no sólo de la vida política,
económica y militar de al-Andalus, sino también de toda la actividad artística
y cultural de la corte omeya.
Pero
aquel esplendor, aquella suntuosidad arquitectónica, su extraordinaria riqueza
ornamental, se vendrían abajo setenta años después de que Abd al-Rahman III
levantara los primeros muros. La muerte de al-Hakam II, primero; el desafecto
de Almanzor, que no dudó en emular al primer califa fundando Madinat al-Zahira
después, y definitivamente la guerra civil, que acabaría con el Califato, así
como los saqueos, enfrentamientos e incendios derribaron para siempre aquel
sueño, destrozando la ciudad más bella de Occidente.
Lo
que hoy se contempla no es sino un yacimiento arqueológico, los signos
irreparables de la destrucción y el expolio sistemático de que fue objeto la
ciudad de las blancas murallas a principios del siglo XI. Los siglos
transcurridos desde entonces han ido añadiéndole a estas ruinas una pátina de
sombras que con el tiempo confunde la memoria. Convencidos tal vez, como
Ricardo Molina, de que Medina Azahara “vive en fiel estación de melancolía”,
quienes se ocupan de su reconstrucción han empeñado su esfuerzo y su imaginación
en rescatar aquel sueño del olvido.
Abd
al-Rahman III (Abderramán III) nació en la antigua Qurduba (Códoba) el 7 de
enero del 891 y murió en Madinat al-Zahra (Medina Azahara) el 15 de octubre del
961.
Vivió
setenta años, de los cuales reinó durante cincuenta, y condujo el emirato
cordobés al esplendor califal. De él llegaron a decir los poetas de su tiempo
que “Rehizo la unión del Estado,
arrancando los velos de las tinieblas. El reino que destrozado estaba reparó,
quedando firmes y seguras sus bases (…) Con su luz amaneció el país. Corrupción y desorden
acabaron tras un tiempo en que la hipocresía dominaba, tras imperar rebeldes y
contumaces”. Bajo su mandato, Córdoba se convirtió en un verdadero faro de
la civilización y la cultura.