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LAS MINAS DEL REY SALOMÓN



LA AVENTURA LITERARIA DE HENRY RIDER HAGGARD

El siglo XIX fue, sin duda alguna, el siglo de la novela. La época en que el exotismo oriental y africano entró en el sofisticado mundo cultural de la Inglaterra victoriana. La porcelana china y las edificaciones inspiradas en las pagodas influyeron en la arquitectura inglesa, las chinoiseries y las estampas japonesas se volvieron de buen tono y el arte de la caza, tan grato a los gentlemen británicos, encontró su más emocionante marco en las sabanas africanas y las junglas indias.
Por otra parte, las dramáticas y azarosas exploraciones de Livingstone, Speke, Stanley, Burton y otros audaces expedicionarios, fueron abriendo a Europa la fascinante imagen del continente negro: virgen, inhóspito y misterioso. Por ello, el proceso sórdido y sangriento de la colonización europea, que siguió a los heroísmos de los primeros exploradores, fue acompañado, a otro nivel, por la aventura.
De forma inevitable, la experiencia aventurera terminó desembocando en la literatura. La novela de aventuras adquirió un escenario que llegó a encantar a muchos escritores. Y África, muy especialmente, se convirtió en una fuente inagotable para ella. Uno de los primeros fue Julio Verne con obras como Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral, y con Cinco semanas en globo, su primera novela de éxito (1863). Pero lo mismo que a Emilio Salgari, a Verne le faltó el conocimiento directo del universo que describió. El inglés Henry R.Haggard, al igual que Conan Doyle, poseía esa experiencia. Y por eso se convirtió en uno de los más apasionantes cultivadores de la aventura africana.
En Las minas del Rey Salomón, como en las demás obras de este autor, late un poderoso atractivo: la odisea humana a través del peligro y la aventura incesante. No es casual que Henry R.Haggard eligiera África como escenario de la mayoría de sus novelas; el hecho mismo de su conocimiento directo e imborrable del país, que hacía más auténticas sus descripciones de hechos, personas y costumbres, añadía la seducción propia del gran continente misterioso. Y en su época, África tenía casi intactos el misterio y el exotismo que aún hacen soñar a sus lectores.
Ignosi, Umbopa, Twala, Khiva… todos estos personajes negros, zulúes, masai o bantúes, se contraponen a las tribus feroces que también irrumpen en sus relatos como ingredientes salvajes que amenazan a los protagonistas blancos, encabezados por Allan Quatermain.
A la nostalgia del civilizado hombre europeo por la libertad salvaje, se une la fascinación por las civilizaciones ya desaparecidas, cuya búsqueda o descubrimiento es el hilo conductor de sus mejores novelas. Esto se encuentra en Las minas del Rey Salomón, con las huellas de una antigua cultura y sus tesoros de piedras preciosas.
En todos los libros de Haggard, sobre todo en los mejores como Las minas del Rey Salomón, Ella, Ayesha, Allan Quatermain y La Venganza de Maiwa, se aprecian todos los componentes de la novela ideal de aventuras.
Casi siempre hay un gran viaje o expedición; una búsqueda de lo desconocido; múltiples peligros y, por fin, de forma inevitable, una lucha con la muerte, que es a la vez concreta y una alegoría última del misterio de la existencia.
En las aventuras de Allan Quatermain, el cazador de elefantes, aquel a quien los nativos llaman Macumazahn, “el que duerme con un solo ojo”, o sea, el que siempre permanece alerta, se revelan con más riqueza los recuerdos y experiencias africanas del autor. En este sentido Las minas del Rey Salomón es una obra maestra porque equilibra a la perfección el humor y el drama, el misterio de lo desconocido y la experiencia física del peligro, el riesgo de las fieras salvajes y las asechanzas de una naturaleza virgen.
Henry R.Haggard, al mismo tiempo que se enorgullece de su estirpe británica, (al igual que su amigo Kipling, era un escritor imperialista) no ahorra críticas a esa civilización materialista y obsesionada por el dinero que corrompe, en el fondo tan salvaje como la más belicosa tribu masai.
Por eso, porque se siente que el autor se ha enfrentado con el león y ha bebido en los ríos caudalosos, pero también porque su imaginación lo impulsa febrilmente, sus mejores libros están entre las aventuras más fascinantes de la literatura, aunque no gocen tal vez de la admiración de la crítica erudita. Como escribía Montesquieu “son siempre los aventureros los que hacen grandes cosas”.

EL SUEÑO AFRICANO
Henry R.Haggard fue un destacado escritor inglés victoriano de novelas de aventuras, iniciador del subgénero “mundo perdido”.
Nacido en la mansión rural de Wood Farm en Bradenham Hall (Norfolk-Inglaterra), fue el octavo de los diez hijos del matrimonio formado por Sir William Meybohm Rider Haggard, terrateniente con especial habilidad para los negocios, y Ella Doveton, una mujer amante de la literatura y poeta ocasional.
Aprendió a leer en el seno familiar de la mano de su hermana mayor y desde temprana edad tuvo como tutor en Londres al reverendo H.J.Graham, quien lo inició en el estudio de los clásicos. Ingresó en el Ipswich Granmar School, donde destacó por su habilidad para escribir versos latinos a la manera de Virgilio y Horacio. A los dieciséis años se presentó sin éxito a unas oposiciones para el Foreign Office.
Recomendado por su padre, se incorporó en 1875 al equipo de funcionarios de Sir Henry Bulwer, recién nombrado gobernador de Natal, colonia británica en la actual Sudáfrica. En el ejercicio de su profesión, viajó por la zona tratando con diversas tribus, especialmente zulúes, pero también lo hizo por placer, lo que le permitió conocer por sí mismo los que serían futuros escenarios de sus novelas. La ceremonia de la danza guerrera del mamut que contempló en honor del gobernador Bulwer, le inspiró el artículo: Una danza guerrera zulú, publicado en el Gentleman’s Magazine en julio de 1877. Durante esta primera estancia en África se prometió a Mary Elizabeth Jackson, pero no se pudo casar con ella debido a que no obtuvo el permiso paterno.
En 1879 regresó a Inglaterra y un año más tarde se casó con Louise Margitson, una amiga de su hermana, con quien volvió a viajar al continente africano ese mismo año. Haggard quería dedicarse a los negocios en la colonia, pero la inestabilidad de la zona por la primera guerra boer los obligó a volver a Inglaterra en agosto de 1881, donde estudió Derecho y empezó a ejercer la abogacía, actividad que compaginó con la publicación de artículos inspirados en sus estancias en África.
En 1882 se editó su primer libro, Cetywayo and his White Neighbours, reflejo de sus observaciones de los pueblos africanos autóctonos, que no obtuvo demasiado éxito. Dos años después publicó un libro de cuentos, Dawn, al que siguió The Witch’s Head en 1885. Aquel mismo año y en poco más de un mes, en Londres escribió la obra que le consagraría definitivamente: Las minas del Rey Salomón.
En 1887 vieron la luz Allan Quatermain y Jess, ambas publicadas primeramente por entregas, y más tarde Ella, que con 83 millones de ejemplares vendidos se convirtió en uno de los libros más populares de todos los tiempos.
Al año siguiente, rico y consolidado como uno de los escritores más famosos de su época, escribió Cleopatra después de un viaje que realizó a Egipto, a la que siguieron sus novelas La venganza de Maiwa y Mr. Meeson’s Hill, comenzando a escribir dos novelas más: Beatrice y El deseo del mundo.
En 1895 intentó acceder al Parlamento por el partido conservador, pero no lo consiguió por 198 votos.
Incansable escritor, reflejó los problemas de la agricultura de su tiempo en A Farmer’s Year (1899) y en su obra de dos volúmenes Rural England (1902), fruto de dos años de investigaciones. Enviado por el gobierno inglés, viajó a Estados Unidos para informar sobre los establecimientos agrícolas e industriales instalados allí por el Ejército de Salvación. Posteriormente formó parte de la Real comisión para la repoblación forestal y la erosión costera, lo que le permitió viajar por Australia, Nueva Zelanda, de nuevo Sudáfrica y Canadá, hasta principios de la Primera Guerra Mundial.
Tuvo un hijo, Jock, cuya muerte a los diez años le provocó su única crisis creativa, y tres hijas, Angela, Dorothy y Lilias. A ésta última se debe la biografía de su padre, The Cloak That I Left, publicada en 1951.
Sus novelas más famosas son las que tienen como protagonistas a sus dos personajes más conocidos:
Allan Quatermain, considerado como la personificación del cazador blanco en Las minas del Rey Salomón (1885), Las aventuras de Allan Quatermain y La venganza de Maiwa (1887), La esposa de Allan (1889), El viejo Allan (1920) y Allan y los dioses de hielo en 1927.
La figura del gran cazador blanco que era todo un mito en Sudáfrica, Frederick Selous, inspiró a Haggard para crear el personaje de Allan Quatermain.
Por su parte, Ayesha o Ella, la otra protagonista destacada, es la mujer inmortal que vive durante siglos en África, siendo adorada como diosa por los nativos hasta que la encuentran los exploradores europeos. Sobre esta mujer tratan: Ella (1887), Ayesha: el retorno de Ella (1905) e Hija de la sabiduría (1923), donde se cuenta su origen en el antiguo Egipto.
Henry Rider Haggard falleció en Londres en mayo de 1925.
Aunque en la actualidad su figura no es tan popular como lo llegó a ser en su época, algunas de sus obras tuvieron un importante impacto en el pensamiento del siglo XX. Y de lo que no cabe la menor duda es que llegó a destacar como un gran escritor de novelas de aventuras.
Su mejor obra, Las minas del Rey Salomón fue llevada al cine en varias versiones, siendo la mejor la que estuvo dirigida por Compton Bennett y Andrew Marton e interpretada por Stewart Granger y Deborah Kerr. Película que resultó ganadora de dos Oscars de la Academia de Hollywood en 1950.